sábado, 4 de mayo de 2013

Éxodo

 

Una de las gracias de todo sistema educativo que se respete, es dar a los ciudadanos una base común a partir de la cual pueden comunicarse. Es importante que todos, en su paso por la enseñanza básica (y ojalá algo más), tengan acceso al menos a UN libro que todos puedan leer. No es necesario que sea una obra de arte.  La calidad de la lectura va a condicionar el resultado, claro.  Pero a falta de algo mejor, cualquier libro sirve con la única condición de que sea accesible para todos y que se siga leyendo por generaciones.

¿Para qué sirve esto? Para conversar. No es que después andemos conversando de literatura en la feria (aunque también se puede), sino que al tener al menos un libro en común con alguien es posible transmitir una idea más eficazmente.  Piensen, por ejemplo, en el cuñado de ese vecino al que se le ocurrió salir a juntar firmas para evitar que instalaran un centro comercial en donde sobrevive la única plaza del barrio.  ¿Podríamos calificar su acción como una quijotada si nadie hubiera oído hablar del Quijote?  De eso estoy hablando. (¿Cómo le dirán a las quijotadas en Bangladesh?).

Hoy se lee poco, y las escuelas tienen que dar una dura pelea para que los niños roben algunos minutos a la TV para leer.  Aún así, la necesidad de comunicarnos sigue presente.  Y en vez de ejemplos literarios, las conversaciones se tiñen con ejemplos de la tele.  Algo es algo.

En siglos pasados, EL libro que todos podían leer era la Biblia.  No voy a analizar ahora su valor literario, pero quiero rescatar esa función de facilitar la conversación que alguna vez pudo tener.  Hoy va cayendo en desuso principalmente por la porfía con que algunos impusieron su interpretación al resto.  Dejó de servir para conversar y comenzó a funcionar como homogeneizadora de pensamiento y especialmente de juicio.

Corriendo el riesgo, voy a rescatar un episodio que muchos, si no lo han leído, habrán visto en tecnicolor en alguna de esas tardes aburridas de semana santa: el Éxodo.

En ese relato se nos habla de un pueblo que vive semi esclavo de otro pueblo más poderoso.  Los tratan mal, les imponen trabajos, castigos, fuertes tributos e incluso se meten con sus derechos reproductivos y con su cultura.  Aparece en escena un hombre de carácter fuerte.  Ha tenido que dominar su violencia natural (ya lo habían estado persiguiendo por un asesinato), y además era bastante tosco para hablar (algunos dicen que era tartamudo), pero venía con una idea: el pueblo no podía seguir aguantando el abuso.  Había que irse, regresar a casa.  El personaje se llamaba Moisés (que es realmente un nombre egipcio, un juego de palabras que se opone a Ramsés, Ra-Moisés, el Faraón, el malo de la historia).

Fuera del folklore de las siete plagas y Charlton Heston haciendo el truco de abrir las aguas para luego cerrarlas y ahogar a Yul Brynner y su ejército, la tensión del relato está entre Moisés (que porfiadamente quiere llevar a los suyos a través del desierto) y el resto del pueblo que apenas prueba la libertad ya está añorando las pequeñas ventajas de poder comer de vez en cuando a pesar de tener que sufrir la esclavitud.

Pese a todo, siguieron caminando.  Tardaron mucho en llegar.  Tanto, que el grupo que llegó a destino estaba formado por los hijos y nietos de los que salieron de Egipto.  Ninguno de los fugados originales llegó a ver la tierra prometida.  Pero llevaron a la generación siguiente a casa.

Y nosotros, ¿dónde estamos?  No estamos en un país extraño.  Pero sí está en manos extrañas.  Unos pocos toman decisiones que nos afectan a todos.  Nos tratan mal, nos dejan los trabajos más pesados y peor pagados, se meten con nuestra cultura y hasta en nuestra cama.

No se trata de que tengamos que echarnos el pollo y salir caminando por el desierto, pero ¿no podremos dejar de hacerles el juego?  Dejar que el dueño de la pelota se la lleve a su casa y se la meta por donde le quepa, y dedicarnos a jugar a otra cosa.  Algo que podamos jugar juntos.

Claro, da un poco de miedo.  Así como estamos, al menos tenemos chupe de repollo.  Pero el precio que estamos pagando es muy alto.  Ese mismo miedo, mezclado con las ganas de partir, nos lleva a buscar cualquier figura y colgarle el título de Moisés.  Pero tampoco necesitamos eso.

Hoy tenemos otras formas de comunicarnos.  Podemos llevar estas discusiones a todas partes, a todas las mesas de almuerzo (cuando hay), a todos los paraderos de micro (ya que siempre tardan, nos dan más tiempo para conversar), a las colas de los bancos, a los bancos de las plazas.  Hablemos de los cambios que necesitamos.  Hablemos del país que queremos tener.  Ponerse en marcha es peligroso, pero quedarse aguantando es morir.

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