sábado, 22 de diciembre de 2012

Sutilezas del lenguaje

 

Hablando se entiende la gente, decía mi abuelita.

Pero en estos días, los consejos de la abuelita se quedan cortos. Intenten por ejemplo tener una conversación normal en la que aparezca la palabra “lucro”, y vean qué pasa: la palabreja tiene tantas interpretaciones que, por más que la gente hable, no se entiende. Cada vez que escucho a gente que parecía inteligente diciendo “todos lucran”, mi fe en nuestra capacidad para comprendernos se derrumba otro poco.

Aprender a conversar con personas que piensan distinto de nosotros es muy semejante a aprender un idioma extranjero: hace falta mucha calle, mucho roce, para poder decir algo más que “tengo hambre” o “dónde está el baño?”. Si el extranjero está simplemente de paso por un aeropuerto en Turquía, podrá ufanarse luego contando que no murió de hambre durante una escala de dos horas. Pero si intenta insertarse en una comunidad va a tener que aprender algunas otras cosas sobre el idioma y la cultura local si quiere intercambiar algo más que monosílabos.

Y la comunicación a través de twitter, los titulares en los diarios, carteles en las marchas, cuñas en los noticieros… cada vez se parece más a un intercambio de monosílabos en el que sólo interesa “ir p’alante” sin que realmente importe si nos entendemos o no. Me recuerdan la reflexión que hacía un personaje de radio, postulando que el alemán no es un idioma: Un alemán suelta una parrafada, y otro alemán lo mira serio y dice “Ah!”, y luego siguen tomando cerveza. ¿Se da cuenta? No se entienden: hacen como que se entienden. (Para los curiosos: era un personaje de Alejandro Dolina).

Pero volvamos al comienzo. Creo que nos estamos debiendo unas buenas discusiones sobre el significado que cada uno da a la palabra lucro, a ver si alguna vez nos podemos entender. Voy a tirar la primera piedra, y luego escucho contraofertas.

Para empezar, quiero aclarar que para mí la economía no es una ciencia exacta. Algunos se reirán de que diga estas perogrulladas, y otros se escandalizarán porque “si tiene matemáticas, es exacta”. La existencia de esas dos posturas justifica que haga la aclaración. La economía es una ciencia social, que a veces usa modelos matemáticos para darse a entender. Pero su objeto de estudio es el comportamiento humano y su relación con el bienestar y la riqueza. Para que fuera una ciencia exacta, los humanos deberíamos tener siempre comportamientos lógicos y racionales. Y esto está muy lejos de ser cierto.

Por ejemplo, podríamos estar viviendo aún en una economía de trueque. Pero alguna vez en la historia encontramos que era más práctico acarrear papelitos que representan cosas antes que andar acarreando pollos para cambiarlos por verduras. La invención del dinero permitió que los intercambios fueran más sencillos, pero esa humana tendencia a no ser siempre racionales hizo que olvidáramos que los papelitos no valen nada, que son sólo una representación de otra cosa, y los papelitos cobraron vida (en realidad nosotros les dimos vida, pero ya lo olvidamos).

En una economía primitiva, lo que una persona gana es el fruto tangible y concreto de su trabajo: sembró papas, cosechará papas. En una economía más compleja, también: trabajó en una plantación de papas, recibirá papelitos que representan papas. ¿Eso es lucro? No: eso es el jornal (pago por la jornada), el sueldo (pago del soldado), el salario (resabio idiomático de cuando se usaba sal como moneda de cambio), la remuneración por el trabajo hecho. El empleador, que paga el sueldo, también recibe su parte. Su contribución a la producción está en su capacidad para organizar personas para que puedan producir más papas que si trabajaran solos. Eso es tecnología: él colaboró para que diez personas produjeran como veinte. Gracias a eso, cada uno de los diez recibe un poco más que lo que hubiera podido producir solo. El trabajo del organizador también vale. Él también ganó su remuneración por su trabajo. El dueño del campo ya no trabaja: está jubilado. Pero ya trabajó muchos años antes, y los trabajadores actuales se benefician de las mejoras que él hizo en el pasado a su terreno. También quiere su parte: su compensación por permitir que otros usen su tierra se llama renta.

Entonces… ¿nadie lucra?

Paciencia, que ya llegamos. Cuando en una relación comercial hay asimetría, una de las partes puede sacar ventaja en perjuicio de la otra. Por ejemplo, el dueño del campo puede querer una tajada mayor que la que le corresponde y sostener su pretensión a punta de escopeta. El administrador puede hacer aparecer su trabajo como más valioso que el de los jornaleros, y “cortarles la cola” en el pago de su jornal. Y aquí viene la magia: cuando en lugar de papas estamos manejando papelitos, estamos construyendo una realidad nueva que permite que estos actos de despojo se cometan con elegancia y cumpliendo todas las leyes. En esta realidad alternativa, los papelitos ya no son una representación de cosas o de trabajo. Los papelitos ahora se representan a sí mismos y también quieren su tajada, que llamamos interés.

Si a mí me hablan de lucro, entonces, entiendo que hay una parte que saca provecho en perjuicio de otra. Puede que la parte perjudicada no lo sepa, no se dé cuenta, o prefiera no decirlo: muchas veces no hay alternativa, y si te van a tomar el pelo sin remedio no vas a querer andar publicándolo.

Si tomaron todo el producto de tu esfuerzo de un mes de trabajo y te lo cambiaron por una pantalla gigante que sólo te va a servir para ver publicidad de otras cosas que vas a querer comprar, no vas a andar diciendo “soy un burro” sino “qué buen negocio hice: conseguí un plasma con descuento usando mi tarjeta Jumbo”. Si tienes que trabajar más horas para pagar el auto con el que sufres en los tacos cotidianos, no dirás “me vieron la cara” sino “estoy progresando: ya me bajé del transantiago”. Si pagaste los aranceles más caros del mundo por un título que no le llega a los tobillos a los de las universidades más baratas de Europa, no dirás “me cagaron” sino “qué orgullo siento de mi Alma Mater”.

La parte que saca provecho, a su vez, no quiere ser señalada por la calle como el malo de la película. Y por eso se justifica invocando las leyes que convenientemente se diseñaron a su medida, para defenderlo, a cambio de unos papelitos. También gracias a los papelitos, hasta pueden comprar economistas que hagan parecer que la Economía es una ciencia exacta, que los papelitos tienen valor, y que el mundo está regido por leyes naturales inmutables.

Ya. Hasta aquí doy la lata yo. Ahora los escucho, si quieren explicarme por qué dicen “todos lucran”.

martes, 4 de diciembre de 2012

Media media

 

A veces resulta difícil hacerse una imagen mental de ciertas cifras.

Cuando el censo nos dice que en Chile viven más o menos 17 millones de personas, el número queda guardado en el cerebro como un dato más, junto con el pozo del Loto y la cuenta del teléfono.

Pero tratemos de imaginar 17 millones de personas todas juntas.

Supongamos que un día se nos ocurre marchar, los 17 millones, desde la Moneda hasta el Congreso. Formándonos de a 140 en fondo, y dejando un metro entre fila y fila, los primeros 140 habrían llegado a Valparaíso en el momento en que los últimos 140 empiezan a alejarse de la Moneda. Marchando por la Alameda, los 140 irían casi hombro con hombro. Y con sólo un metro de distancia con los 140 anteriores y posteriores, tendrían que caminar con cuidado para no dar ni recibir patadas.

Vamos un poco más lejos:

Imaginemos que de alguna forma nos ordenamos, los 17 millones, de a 140 en fondo, de tal manera que quedemos al lado de otras personas que tienen nuestro mismo nivel de ingreso. Los que van adelante del todo son los que tienen el ingreso más bajo, los que van más atrás son los que andan con el billete largo.

Es decir, en las primeras filas (varias) habría solamente indigentes sin ingresos. En las últimas, cerrando el desfile, estarían los Matte, Luksic, y algunos otros conocidos.

Pero son muchas filas. Más de ciento veinte mil filas. Desde la fila mil ya no se puede ver la fila uno. Y desde la fila ciento veinte mil, no se puede ver la última (que está un kilómetro más atrás).

Y aquí viene lo más curioso: desde donde estemos, la mayoría de nuestros conocidos van a estar a menos de cien filas de distancia. Menos de cien metros adelante, atrás o a los costados, vamos a encontrar a muchas de las personas que llevan a sus hijos al mismo colegio que nosotros, que compran en el mismo supermercado, que se atienden con el mismo dentista o peluquero.

Personas que tienen los mismos problemas que nosotros, y con las que solemos quejarnos con letanías del tipo “siempre es la clase media la que lo pasa peor”.

¿Me van siguiendo? No importa si estamos en la fila 1.000, la 34.000, la 87.500 o la 119.850. Lo único que vemos a nuestro alrededor son personas que se nos parecen en el nivel de ingreso y en varias cosas más (belleza de la segregación que supimos conseguir), y muy a lo lejos alcanzamos a divisar, hacia adelante, personas un poco más pobres y hacia atrás personas un poco más ricas que nosotros. Así que, tal como hace 3.000 años era normal pensar que la tierra era plana, hoy en Chile cualquier gerente de supermercado cree que es de clase media.

¿Se entendió?