lunes, 21 de octubre de 2013

El menos pior

 

Y aquí estamos, a menos de un mes de las elecciones, viendo cómo se caen a pedazos los candidatos en medio de una campaña que ofrece poco. Tal como van las cosas, Bachelet ya se dio cuenta que haciendo la plancha llegará a la Moneda sin transpirar. Y eso está haciendo: guardar silencio, evitar la exposición, probarse la banda sin pudor ante las cámaras. La otra mitad del duopolio, representada por Matthei, se ve ante la posibilidad de no pasar a segunda vuelta (aún no es seguro, pero las encuestas en estos días turbulentos pierden mucho de su capacidad predictora). Ante ese escenario multiplica los errores no forzados saliendo a pegar a quienes podrían ayudarla a hacer de la segunda vuelta un espectáculo menos bochornoso. El posible tercero (quizá segundo), el aparecido Parisi, cree que la popularidad conseguida en TV le alcanza para disimular sus flaquezas (y de paso sus vicios ocultos). Y no, no alcanza.

Podríamos seguir pelando, pero no es útil ni necesario (ya, ok, es divertido, pero otros lo hacen mejor que yo). Muchos de los que están leyendo ya tienen decidido su voto. Ya decidieron que les resultan más tolerables los vicios de su candidato que los de los demás. Es decir, encontraron al “menos pior” para su gusto, y no van a cambiar de opinión.

Pero reconzcámoslo: esta vez son muy pocos los que sienten verdadero entusiasmo por su candidato. Algunos hacen cálculos de probabilidades para convencerse de que su opción es correcta, pero en general lo que buscamos todos es votar por el que nos dé menos vergüenza. No es extraño que ahora que el voto ya no es obligatorio haya tanta gente que ni siquiera piense en salir de su casa el día de las elecciones. Sienten que “prestando el voto” están validando un sistema que no va a resolver nada.

Aún así, me atrevo a soñar. Un sueño humilde, poco pretencioso, pero que me hace sonreír para mi capote cada vez que lo pienso. Sueño que los electores, con el único ánimo de joder y terminar de sepultar las encuestas, se toman la pequeña molestia de ir a votar el domingo 17 de noviembre en un número mayor al que predicen los “expertos”. Sueño que con todos esos votantes el escrutinio termina decretando que habrá una segunda vuelta. Y sueño que para la segunda vuelta concurre la mitad de los votantes que para la primera.

¿Se entiende el mensaje?¿Se atreven a soñar lo mismo?¿No los hace sonreír (y decir ¡ñaka, ñaka!) cada vez que lo piensan?

Yo pienso hacerlo así. ¿Quién me acompaña?

sábado, 11 de mayo de 2013

Trincheras

 

Hace poco leí otro relato inspirado en la “Tregua de Navidad” de 1914. Recién hoy, pensando en los acontecimientos de esta semana, hice la conexión entre esa historia y lo que nos está pasando hoy en Chile.

El 24 de diciembre de 1914 los soldados que peleaban la Primera Guerra Mundial se daban cuenta que el desastre iba a durar mucho más de lo que les habían dicho sus líderes cuando los mandaron al frente. Enterrados en trincheras y muertos de frío, unos soldados alemanes comenzaron a cantar villancicos recordando sus hogares. Desde la trinchera de enfrente, unos ingleses que también extrañaban a sus familias comenzaron a hacerles coro… y no pasó mucho rato antes de que empezaran a ambos lados a asomar la cabeza, mandarse saludos a gritos y finalmente se atrevieran a salir de sus agujeros para intercambiar cigarrillos, whisky, mostrarse fotos y hasta organizar algunos partidos de fútbol. Los comandantes de ambos bandos se vieron en serios problemas para conseguir que los soldados volvieran a pelear. Incluso para los años siguientes, se ordenaron bombardeos justo para esas fechas de modo de evitar que los “enemigos” volvieran a confraternizar.

En la película “Mi mejor enemigo”, más cercana a nosotros, vimos un ejemplo casi calcado de esta historia. Cosas que pasan cuando se descubre que en la trinchera de enfrente no hay un ente abstracto llamado enemigo sino una persona igual a uno mismo, que tampoco tiene ganas de que le metan una bala en el cuerpo.

Esta semana, aquí y ahora, vimos la comedia en la que el director del Servel nos dejó claro que no obtuvo su puesto por méritos técnicos sino por otras razones menos claras. Frente a una idea ciudadana concebida para poder expresar la voluntad de darnos una nueva Constitución (una idea inconstitucional, de acuerdo con nuestra carta magna vigente), el Servicio Electoral comienza a dar señales confusas con el objeto de asustar a los votantes. Primero el director dice que los votos marcados “AC” serán nulos. Luego se desdice, pero insiste “podrían ser objetados”. Veo en esa posibilidad de objeción una señal para alentar a los apoderados de cierto sector a que reclamen la nulidad de los votos marcados.

Lo que asume el pequeño grupo que trata de desalentar la campaña “Marca tu Voto” es que todos los votos marcados serán contrarios a las opciones de derecha. Lo que ignoran, en su vergonzosa desconexión con la realidad, es que entre los que queremos cambios no hay sólo “zurdos”, porque la Constitución actual es buena para el 1% de la población y mala (sí, mala) para el 99% restante. No importa si usted vota a la derecha o a la “un poco menos derecha” o vota por un partido minoritario o vota blanco, nulo o se queda en su casa sin votar. Cualquier candidato que usted vote o deje de votar tendrá que regirse por la misma Constitución.

El que resulte electo tendrá la tentación de no quemarse tratando de hacer modificaciones, porque al ganar una elección pasa a formar parte del selecto grupo beneficiado por la Constitución actual. Eso es lo que tratamos de evitar marcando el voto. Y por eso, en esta pasada estamos saliendo de las trincheras para saludarnos y reconocer que no importa si usted vive en la capital o en regiones, si es mapuche o huinca, si es estudiante o empleado: si no hacemos cambios, estamos todos igual de fregados.

En ElPilín hace ya un rato que dejamos las trincheras. Estamos acostumbrados a codearnos entre articulistas de distintas opiniones, y aunque rara vez nos ponemos de acuerdo, más raramente nos peleamos. Esta semana nos tiraron un simbólico peñascazo virtual, bajando nuestra cuenta en twitter, y el apoyo recibido desde todos los sectores fue conmovedor: muchos reconocen como deseable la frescura de poder leer opiniones de distintos colores dialogando entre sí en la misma página.

No perdamos eso. Pase por aquí, lea, opine, discuta y difunda. Y no se quede en casa: si está muy enojado y siente que nadie lo va a representar bien, anule su voto o vote blanco. Pero no pierda la ocasión de meter ese papelito en la urna con una marca que diga bien clarito “AC”. Nos van a tratar de confundir. No les conviene que dejemos de pelear entre nosotros. Nos quieren consumidores, no ciudadanos. Quizá ya tengan planeado algún golpe mediático equivalente a los bombardeos de la Navidad de 1915. Pero no les vamos a dar el gusto de seguir peleando una guerra que sólo les conviene a ellos.

sábado, 4 de mayo de 2013

Éxodo

 

Una de las gracias de todo sistema educativo que se respete, es dar a los ciudadanos una base común a partir de la cual pueden comunicarse. Es importante que todos, en su paso por la enseñanza básica (y ojalá algo más), tengan acceso al menos a UN libro que todos puedan leer. No es necesario que sea una obra de arte.  La calidad de la lectura va a condicionar el resultado, claro.  Pero a falta de algo mejor, cualquier libro sirve con la única condición de que sea accesible para todos y que se siga leyendo por generaciones.

¿Para qué sirve esto? Para conversar. No es que después andemos conversando de literatura en la feria (aunque también se puede), sino que al tener al menos un libro en común con alguien es posible transmitir una idea más eficazmente.  Piensen, por ejemplo, en el cuñado de ese vecino al que se le ocurrió salir a juntar firmas para evitar que instalaran un centro comercial en donde sobrevive la única plaza del barrio.  ¿Podríamos calificar su acción como una quijotada si nadie hubiera oído hablar del Quijote?  De eso estoy hablando. (¿Cómo le dirán a las quijotadas en Bangladesh?).

Hoy se lee poco, y las escuelas tienen que dar una dura pelea para que los niños roben algunos minutos a la TV para leer.  Aún así, la necesidad de comunicarnos sigue presente.  Y en vez de ejemplos literarios, las conversaciones se tiñen con ejemplos de la tele.  Algo es algo.

En siglos pasados, EL libro que todos podían leer era la Biblia.  No voy a analizar ahora su valor literario, pero quiero rescatar esa función de facilitar la conversación que alguna vez pudo tener.  Hoy va cayendo en desuso principalmente por la porfía con que algunos impusieron su interpretación al resto.  Dejó de servir para conversar y comenzó a funcionar como homogeneizadora de pensamiento y especialmente de juicio.

Corriendo el riesgo, voy a rescatar un episodio que muchos, si no lo han leído, habrán visto en tecnicolor en alguna de esas tardes aburridas de semana santa: el Éxodo.

En ese relato se nos habla de un pueblo que vive semi esclavo de otro pueblo más poderoso.  Los tratan mal, les imponen trabajos, castigos, fuertes tributos e incluso se meten con sus derechos reproductivos y con su cultura.  Aparece en escena un hombre de carácter fuerte.  Ha tenido que dominar su violencia natural (ya lo habían estado persiguiendo por un asesinato), y además era bastante tosco para hablar (algunos dicen que era tartamudo), pero venía con una idea: el pueblo no podía seguir aguantando el abuso.  Había que irse, regresar a casa.  El personaje se llamaba Moisés (que es realmente un nombre egipcio, un juego de palabras que se opone a Ramsés, Ra-Moisés, el Faraón, el malo de la historia).

Fuera del folklore de las siete plagas y Charlton Heston haciendo el truco de abrir las aguas para luego cerrarlas y ahogar a Yul Brynner y su ejército, la tensión del relato está entre Moisés (que porfiadamente quiere llevar a los suyos a través del desierto) y el resto del pueblo que apenas prueba la libertad ya está añorando las pequeñas ventajas de poder comer de vez en cuando a pesar de tener que sufrir la esclavitud.

Pese a todo, siguieron caminando.  Tardaron mucho en llegar.  Tanto, que el grupo que llegó a destino estaba formado por los hijos y nietos de los que salieron de Egipto.  Ninguno de los fugados originales llegó a ver la tierra prometida.  Pero llevaron a la generación siguiente a casa.

Y nosotros, ¿dónde estamos?  No estamos en un país extraño.  Pero sí está en manos extrañas.  Unos pocos toman decisiones que nos afectan a todos.  Nos tratan mal, nos dejan los trabajos más pesados y peor pagados, se meten con nuestra cultura y hasta en nuestra cama.

No se trata de que tengamos que echarnos el pollo y salir caminando por el desierto, pero ¿no podremos dejar de hacerles el juego?  Dejar que el dueño de la pelota se la lleve a su casa y se la meta por donde le quepa, y dedicarnos a jugar a otra cosa.  Algo que podamos jugar juntos.

Claro, da un poco de miedo.  Así como estamos, al menos tenemos chupe de repollo.  Pero el precio que estamos pagando es muy alto.  Ese mismo miedo, mezclado con las ganas de partir, nos lleva a buscar cualquier figura y colgarle el título de Moisés.  Pero tampoco necesitamos eso.

Hoy tenemos otras formas de comunicarnos.  Podemos llevar estas discusiones a todas partes, a todas las mesas de almuerzo (cuando hay), a todos los paraderos de micro (ya que siempre tardan, nos dan más tiempo para conversar), a las colas de los bancos, a los bancos de las plazas.  Hablemos de los cambios que necesitamos.  Hablemos del país que queremos tener.  Ponerse en marcha es peligroso, pero quedarse aguantando es morir.

sábado, 13 de abril de 2013

Desiderata II

 

Ya se está viendo, cual luz al final del túnel, la conclusión de estos cuatro años.

Si miro el vaso medio vacío, siento que hemos perdido mucho tiempo. La posibilidad bastante concreta de que volvamos a tener a Michelle Bachelet en la Moneda demuestra hasta qué punto el gobierno actual fue incapaz de interpretar a la mayoría. Y desnuda al mismo tiempo la poca capacidad de la antigua Concertación para dar respuestas nuevas a problemas viejos.

Esperábamos que luego del duelo, las peleas internas y algunas renuncias, los desconcertados se olvidaran de querer recuperar la manija para volver a administrar el mismo boliche (en la medida de lo posible y con las mismas reglas) y se pusieran a escuchar. Hubieran descubierto que Chile cambió, y que las necesidades de hoy ya no se satisfacen con discursos de los 90.

Esa es la mitad llena del vaso: como rompiendo la crisálida salió a la calle una nueva generación a sacudir las conciencias. Hoy la mayoría de la población está empezando a preguntarse qué es eso de ser ciudadano. Claro que despertarse es duro, y más duro aún es darse cuenta de qué forma y hasta qué punto nos han estado cagando. Por eso el enojo, por eso la protesta, por eso mismo la baja participación en las últimas elecciones.

¿Y ahora qué?, decimos casi todos. Y digo casi, porque hay un 1% que no podría estar mejor y que tiene toda la razón en no querer cambiar nada. Podemos sumar a ese grupúsculo otro 4% que está arañando el supremo bienestar a punta de deuda y de hacer cosas que su conciencia nunca les perdonará, y otro 5% que vive alienado creyéndose el cuento y esperando ver los frutos de su esfuerzo en alguna vida futura. El resto de nosotros, no tenemos por dónde ser conservadores.

El escenario está pintado para deprimirse: ya nos dimos cuenta que las opciones van a seguir favoreciendo a los mismos. Quisiéramos que los próximos comicios fueran como elegir qué sabor de helado vamos a comer, qué clase de vino queremos tomar o qué tipo de pizza vamos a cenar. Y en cambio parece que sólo podremos elegir el color del supositorio que nos van a colocar.

¿Entonces?¿Qué hacemos?

Para empezar, vamos a tener que tratar de ser más eficaces a la hora de explicar qué es lo que queremos. No tiene sentido que el 90% del país esté sufriendo el abuso de las universidades, de las farmacias, de las ISAPRE, de la gestión ambiental hecha a favor de las explotaciones extractivas, y sigamos discutiendo entre nosotros sobre el peso de Bachelet o los tics de Piñera.

Tenemos que abandonar los eufemismos y comenzar a llamar abuso al abuso. No hay “desigualdad”: hay injusticia y explotación. No hay ”falta de participación”: hay un pueblo que se cansó de jugar al “Pepito paga doble” porque se dio cuenta que el único que ganaba era el palo blanco. Digamos claro que lo que nos molesta del lucro no es lo que la RAE define inocentemente como “ganancia o provecho que se saca de algo”, sino lo que nuestro plebeyo diccionario andino llama con acierto “la ley del embudo”.

El duopolio ya está ensayando sus discursos para volver a dividirnos. La alianza insistirá con el miedo al comunismo, recordará el chicle del 2010 y amenazará con cesantía. La Concertación volverá a explotar el miedo a la derecha y recordará la dictadura.

Querrán que elijamos entre dos miedos.

Pero nosotros ya no tenemos miedo. Veremos menos tele, compraremos menos diarios, buscaremos las conversaciones en las que de verdad se hable de lo que nos importa y en el idioma que entendemos. Marcaremos el voto con “Asamblea Constituyente”. Votaremos a un independiente, aunque no sepamos cuántos votos va a sacar, o anularemos en señal de protesta.

Y buscaremos por todos los medios que para cuando tengamos cambio de gobierno, quien llegue a la Moneda tenga claro que esta vez no será un paseo tranquilo.

viernes, 29 de marzo de 2013

Hoy quiero ser grosero

 

cover-colucheHace un par de días volvía a mi casa en micro, como de costumbre, y quedé ubicado entre varios muchachos que iban a jugar un partido de fútbol. Venían echando tallas entre ellos, especialmente contra el que había sugerido esa ruta suponiendo que “no iba a haber taco a esa hora”. La verdad es que había taco. Como de costumbre. Y los muchachos se iban poniendo impacientes porque querían llegar a patear la pelota.

El organizador de la partida (y blanco de las bromas de los compañeros) se dedicaba hábilmente a desviar el tema de conversación para que el tiempo pasara mientras íbamos lentamente acortando distancia hacia las canchas. Un tipo simpático, que iba poniendo un tema tras otro para evitar los silencios que invariablemente hacían que sus compañeros miraran el reloj y se acordaran de quién había tenido la ocurrencia de tomar esa micro, por esa ruta, a esa hora.

Pero había un detalle. El lenguaje que usaban estos muchachos era más que pobre. Debían manejar no más de 500 palabras, entre las cuales “weá” y “culiao” funcionaban como ubicuos comodines. Hay que reconocer que tenían habilidad para defenderse con un léxico tan limitado: las palabras pasaban de ser sustantivos a fungir como adjetivos dentro de la misma frase, de ida y vuelta, sin siquiera intercalar una coma para respirar.

Y no es que me esté espantando de que se utilice un lenguaje soez en una conversación de micro. ¡De ninguna manera! Guardo simpatía y hasta profeso cierta envidia hacia aquellos que saben esgrimir la chuchada con maestría. Yo balbuceo mis improperios con torpeza, y nunca consigo transmitir toda la rabia que quisiera (aunque sigo practicando). Lo que encuentro triste es que un ciudadano termine la educación media manejando un léxico de menos de 1000 palabras.

Venía pensando en el genial Coluche, cómico francés que reivindicaba su grosería diciendo: «Toujours grossier, jamais vulgaire» (siempre grosero, nunca vulgar), dejando claro que si decía groserías no era porque no supiera expresarse de otro modo sino porque elegía, dentro de las opciones del idioma, las palabras que mejor transmitían lo que pensaba. Y si esas palabras sonaban groseras, tanto mejor: eso era exactamente lo que quería decir.

Coluche tuvo incluso la osadía de presentarse como candidato a presidente en 1981. Falleció en un accidente mientras conducía su moto, en 1986.

Dudo que mis compañeros de viaje en Transantiago conocieran la historia de Coluche. Esto no tiene nada de especial. Lo que sí me perturbó seriamente fue que a partir de los giros que iba tomando la conversación de estos futbolistas en tránsito, me enteré de que eran todos estudiantes… ¡de periodismo!

Y aquí mis pensamientos tomaron otro camino. Pensé en el conchesumadre que se está llenando los bolsillos con los créditos que estos pobres diablos tomaron para estudiar periodismo en una universidad chanta (no me importa si es la del Mar o la Pontificia: si una universidad no es capaz de mejorar la expresión oral de sus alumnos, es chanta). Créditos que serán pagados con sangre, derramada por ellos y sus padres, por los pecados de acción u omisión cometidos por los sucesivos gobiernos desde Pinochet hasta la fecha. Pensé en sus profesores, que deben debatirse diariamente entre intentar colar alguna idea en esas molleras encallecidas o decirles a calzón quitado: “Cabros, les están viendo las weas al cobrarles por un título que no les van a pescar ni en bajada”. Pensé en los que hoy usan un lenguaje melifluo, dorando la píldora con la palabra “desigualdad” porque no se atreven a decir “injusticia”.

En fin. Quisiera ser más grosero para poder decir lo que pienso de los culpables de esta mierda, pero ya les dije que no soy tan hábil en ese campo.

sábado, 9 de marzo de 2013

Desintoxicarse

 

Esta tarde me estaba acordando de gente que conocí hace muchos años, trabajando en una empresa de montaje industrial. Yo era el más cachorro en medio de un grupo que tenía muchos kilómetros recorridos. Y una de las cosas que me gustaba de ese trabajo era escuchar las historias que los más veteranos contaban en las pausas que hacíamos para tomar mate.

Algunos de estos trabajadores habían estado empleados en empresas mucho más grandes, transnacionales como Techint o Chicago Bridges, que los habían llevado a trabajar en obras bien lejos de casa. Un par de ellos me contaban de una temporada que habían pasado en Libia soldando estructuras para el montaje de una planta para almacenar petróleo.

La historia era que en Libia ellos vivían en un campamento. Había una ciudad a unos cuantos kilómetros pero iban pocas veces. En una de esas salidas, mis compañeros habían conocido unas mujeres con las que se habían puesto de acuerdo para salir unos días más tarde. Pero uno de ellos, a medida que se acercaba la fecha de su salida, empezó a preocuparse: hacía mucho tiempo que no tenía una erección. Cuando el susto fue más grande que la vergüenza decidió comentar sus temores con su compañero.

“Tranquilo, socio” – le dijeron – “esto se arregla fácil: deje de tomar el agua del campamento y santo remedio”. Ahí se enteró el hombre que la empresa, para ahorrarse algunos de los problemas que podrían generarse en un campamento con más de mil hombres solos en medio del desierto, agregaba alguna magia al agua para mantenerlos a raya (decían que era piedra alumbre, pero no pude confirmar el dato). El truco era comprar agua embotellada, no usar hielo, y no tomar agua corriente ni siquiera al lavarse los dientes. Mi amigo terminaba el relato con una sonrisa de alivio: “Funcionó”, decía.

¿Y por qué me estaba acordando de esto? Es que de pronto se me ocurrió que podíamos hacer el experimento nosotros, aquí y ahora. No, no hablo de agregar alumbre al agua de la Moneda (aunque no estaría mal!). No sé si hay alguna cosa que nos estén poniendo a nosotros en el agua. Pero sí sé que hay otras cosas que nos contaminan, y que podríamos probar de suprimir a ver qué pasa.

Por ejemplo: sospecho que si una buena cantidad de nosotros deja de mirar televisión, aunque sea por unos días, pueden pasar algunas cosas. Yo dejé de mirar televisión hace rato, pero conozco mucha gente inteligente que sigue consumiendo su dosis diaria. Y sospecho que si dejaran su dosis por una semana podrían pasarle algunas cosas.

No se trata de quebrar la industria televisiva (aún no) o de abandonar la televisión para siempre, sino sólo permitir que una buena cantidad de ciudadanos dejen de intoxicarse por unos días. ¿No creen que habría algunos despertares? ¿No les parece que podría ser el primer inocente guijarro que precipite una avalancha?

Escucho ofertas.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Sutilezas del lenguaje

 

Hablando se entiende la gente, decía mi abuelita.

Pero en estos días, los consejos de la abuelita se quedan cortos. Intenten por ejemplo tener una conversación normal en la que aparezca la palabra “lucro”, y vean qué pasa: la palabreja tiene tantas interpretaciones que, por más que la gente hable, no se entiende. Cada vez que escucho a gente que parecía inteligente diciendo “todos lucran”, mi fe en nuestra capacidad para comprendernos se derrumba otro poco.

Aprender a conversar con personas que piensan distinto de nosotros es muy semejante a aprender un idioma extranjero: hace falta mucha calle, mucho roce, para poder decir algo más que “tengo hambre” o “dónde está el baño?”. Si el extranjero está simplemente de paso por un aeropuerto en Turquía, podrá ufanarse luego contando que no murió de hambre durante una escala de dos horas. Pero si intenta insertarse en una comunidad va a tener que aprender algunas otras cosas sobre el idioma y la cultura local si quiere intercambiar algo más que monosílabos.

Y la comunicación a través de twitter, los titulares en los diarios, carteles en las marchas, cuñas en los noticieros… cada vez se parece más a un intercambio de monosílabos en el que sólo interesa “ir p’alante” sin que realmente importe si nos entendemos o no. Me recuerdan la reflexión que hacía un personaje de radio, postulando que el alemán no es un idioma: Un alemán suelta una parrafada, y otro alemán lo mira serio y dice “Ah!”, y luego siguen tomando cerveza. ¿Se da cuenta? No se entienden: hacen como que se entienden. (Para los curiosos: era un personaje de Alejandro Dolina).

Pero volvamos al comienzo. Creo que nos estamos debiendo unas buenas discusiones sobre el significado que cada uno da a la palabra lucro, a ver si alguna vez nos podemos entender. Voy a tirar la primera piedra, y luego escucho contraofertas.

Para empezar, quiero aclarar que para mí la economía no es una ciencia exacta. Algunos se reirán de que diga estas perogrulladas, y otros se escandalizarán porque “si tiene matemáticas, es exacta”. La existencia de esas dos posturas justifica que haga la aclaración. La economía es una ciencia social, que a veces usa modelos matemáticos para darse a entender. Pero su objeto de estudio es el comportamiento humano y su relación con el bienestar y la riqueza. Para que fuera una ciencia exacta, los humanos deberíamos tener siempre comportamientos lógicos y racionales. Y esto está muy lejos de ser cierto.

Por ejemplo, podríamos estar viviendo aún en una economía de trueque. Pero alguna vez en la historia encontramos que era más práctico acarrear papelitos que representan cosas antes que andar acarreando pollos para cambiarlos por verduras. La invención del dinero permitió que los intercambios fueran más sencillos, pero esa humana tendencia a no ser siempre racionales hizo que olvidáramos que los papelitos no valen nada, que son sólo una representación de otra cosa, y los papelitos cobraron vida (en realidad nosotros les dimos vida, pero ya lo olvidamos).

En una economía primitiva, lo que una persona gana es el fruto tangible y concreto de su trabajo: sembró papas, cosechará papas. En una economía más compleja, también: trabajó en una plantación de papas, recibirá papelitos que representan papas. ¿Eso es lucro? No: eso es el jornal (pago por la jornada), el sueldo (pago del soldado), el salario (resabio idiomático de cuando se usaba sal como moneda de cambio), la remuneración por el trabajo hecho. El empleador, que paga el sueldo, también recibe su parte. Su contribución a la producción está en su capacidad para organizar personas para que puedan producir más papas que si trabajaran solos. Eso es tecnología: él colaboró para que diez personas produjeran como veinte. Gracias a eso, cada uno de los diez recibe un poco más que lo que hubiera podido producir solo. El trabajo del organizador también vale. Él también ganó su remuneración por su trabajo. El dueño del campo ya no trabaja: está jubilado. Pero ya trabajó muchos años antes, y los trabajadores actuales se benefician de las mejoras que él hizo en el pasado a su terreno. También quiere su parte: su compensación por permitir que otros usen su tierra se llama renta.

Entonces… ¿nadie lucra?

Paciencia, que ya llegamos. Cuando en una relación comercial hay asimetría, una de las partes puede sacar ventaja en perjuicio de la otra. Por ejemplo, el dueño del campo puede querer una tajada mayor que la que le corresponde y sostener su pretensión a punta de escopeta. El administrador puede hacer aparecer su trabajo como más valioso que el de los jornaleros, y “cortarles la cola” en el pago de su jornal. Y aquí viene la magia: cuando en lugar de papas estamos manejando papelitos, estamos construyendo una realidad nueva que permite que estos actos de despojo se cometan con elegancia y cumpliendo todas las leyes. En esta realidad alternativa, los papelitos ya no son una representación de cosas o de trabajo. Los papelitos ahora se representan a sí mismos y también quieren su tajada, que llamamos interés.

Si a mí me hablan de lucro, entonces, entiendo que hay una parte que saca provecho en perjuicio de otra. Puede que la parte perjudicada no lo sepa, no se dé cuenta, o prefiera no decirlo: muchas veces no hay alternativa, y si te van a tomar el pelo sin remedio no vas a querer andar publicándolo.

Si tomaron todo el producto de tu esfuerzo de un mes de trabajo y te lo cambiaron por una pantalla gigante que sólo te va a servir para ver publicidad de otras cosas que vas a querer comprar, no vas a andar diciendo “soy un burro” sino “qué buen negocio hice: conseguí un plasma con descuento usando mi tarjeta Jumbo”. Si tienes que trabajar más horas para pagar el auto con el que sufres en los tacos cotidianos, no dirás “me vieron la cara” sino “estoy progresando: ya me bajé del transantiago”. Si pagaste los aranceles más caros del mundo por un título que no le llega a los tobillos a los de las universidades más baratas de Europa, no dirás “me cagaron” sino “qué orgullo siento de mi Alma Mater”.

La parte que saca provecho, a su vez, no quiere ser señalada por la calle como el malo de la película. Y por eso se justifica invocando las leyes que convenientemente se diseñaron a su medida, para defenderlo, a cambio de unos papelitos. También gracias a los papelitos, hasta pueden comprar economistas que hagan parecer que la Economía es una ciencia exacta, que los papelitos tienen valor, y que el mundo está regido por leyes naturales inmutables.

Ya. Hasta aquí doy la lata yo. Ahora los escucho, si quieren explicarme por qué dicen “todos lucran”.