Hace un par de días volvía a mi casa en micro, como de costumbre, y quedé ubicado entre varios muchachos que iban a jugar un partido de fútbol. Venían echando tallas entre ellos, especialmente contra el que había sugerido esa ruta suponiendo que “no iba a haber taco a esa hora”. La verdad es que había taco. Como de costumbre. Y los muchachos se iban poniendo impacientes porque querían llegar a patear la pelota.
El organizador de la partida (y blanco de las bromas de los compañeros) se dedicaba hábilmente a desviar el tema de conversación para que el tiempo pasara mientras íbamos lentamente acortando distancia hacia las canchas. Un tipo simpático, que iba poniendo un tema tras otro para evitar los silencios que invariablemente hacían que sus compañeros miraran el reloj y se acordaran de quién había tenido la ocurrencia de tomar esa micro, por esa ruta, a esa hora.
Pero había un detalle. El lenguaje que usaban estos muchachos era más que pobre. Debían manejar no más de 500 palabras, entre las cuales “weá” y “culiao” funcionaban como ubicuos comodines. Hay que reconocer que tenían habilidad para defenderse con un léxico tan limitado: las palabras pasaban de ser sustantivos a fungir como adjetivos dentro de la misma frase, de ida y vuelta, sin siquiera intercalar una coma para respirar.
Y no es que me esté espantando de que se utilice un lenguaje soez en una conversación de micro. ¡De ninguna manera! Guardo simpatía y hasta profeso cierta envidia hacia aquellos que saben esgrimir la chuchada con maestría. Yo balbuceo mis improperios con torpeza, y nunca consigo transmitir toda la rabia que quisiera (aunque sigo practicando). Lo que encuentro triste es que un ciudadano termine la educación media manejando un léxico de menos de 1000 palabras.
Venía pensando en el genial Coluche, cómico francés que reivindicaba su grosería diciendo: «Toujours grossier, jamais vulgaire» (siempre grosero, nunca vulgar), dejando claro que si decía groserías no era porque no supiera expresarse de otro modo sino porque elegía, dentro de las opciones del idioma, las palabras que mejor transmitían lo que pensaba. Y si esas palabras sonaban groseras, tanto mejor: eso era exactamente lo que quería decir.
Coluche tuvo incluso la osadía de presentarse como candidato a presidente en 1981. Falleció en un accidente mientras conducía su moto, en 1986.
Dudo que mis compañeros de viaje en Transantiago conocieran la historia de Coluche. Esto no tiene nada de especial. Lo que sí me perturbó seriamente fue que a partir de los giros que iba tomando la conversación de estos futbolistas en tránsito, me enteré de que eran todos estudiantes… ¡de periodismo!
Y aquí mis pensamientos tomaron otro camino. Pensé en el conchesumadre que se está llenando los bolsillos con los créditos que estos pobres diablos tomaron para estudiar periodismo en una universidad chanta (no me importa si es la del Mar o la Pontificia: si una universidad no es capaz de mejorar la expresión oral de sus alumnos, es chanta). Créditos que serán pagados con sangre, derramada por ellos y sus padres, por los pecados de acción u omisión cometidos por los sucesivos gobiernos desde Pinochet hasta la fecha. Pensé en sus profesores, que deben debatirse diariamente entre intentar colar alguna idea en esas molleras encallecidas o decirles a calzón quitado: “Cabros, les están viendo las weas al cobrarles por un título que no les van a pescar ni en bajada”. Pensé en los que hoy usan un lenguaje melifluo, dorando la píldora con la palabra “desigualdad” porque no se atreven a decir “injusticia”.
En fin. Quisiera ser más grosero para poder decir lo que pienso de los culpables de esta mierda, pero ya les dije que no soy tan hábil en ese campo.