La semana pasada volvió a las noticias el tema de los permisos para instalar máquinas tragamonedas en locales comerciales.
La discusión, una vez más, incorpora el absurdo de considerar a estos aparatos como “máquinas de habilidad y destreza” y no como juegos de azar.
En principio, podría estar de acuerdo con que se trata de un problema de habilidad: está en juego la habilidad del transeúnte para mantenerse alejado de estos chirimbolos, contra la habilidad del comerciante para atrapar incautos y la habilidad del proveedor de estas maquinitas para ofrecerlas en los lugares en que puedan embaucar a más gente.
Es lo mismo que las tarjetas de casas comerciales: es un juego de habilidad. Nosotros vamos con nuestra humilde habilidad para decir “no me interesa”. El problema es que los que se empeñan en que todos caigamos en sus trampas de plástico tienen muchas habilidades y muchos recursos disponibles para que cada vez más consumidores pisen el palito. Grandes “ofertas” sólo disponibles para los felices poseedores de una de sus tarjetas, posibilidad de pagar con la misma tarjeta en otros negocios, posibilidad de recibir “adelantos en efectivo” (créditos a valores de usura, en realidad) y mucha pero mucha publicidad mostrando caras felices, muy ABC1 (del tipo socioeconómico que jamás usará una de esas tarjetas).
En estos días, el rubro de “juegos de habilidad” se ve incrementado al caer definitivamente las universidades en esta categoría. Ahora tenemos que desarrollar habilidades para descubrir qué universidades hicieron trampa en el proceso de acreditación, y de éstas, cuáles recibirán una sanción y cuáles pasarán coladas cuando el Ministro Beyer diga que su cartera no puede sancionarlas porque “no han incumplido sus estatutos”.
Es decir, un aspirante a ingresar a una carrera, que viene con una preparación más bien básica desde la educación media, debe estudiarse los estatutos, estados financieros y la composición del directorio de la universidad a la que quiere entrar. Si consigue toda esta información, consigue leerla sin quedarse dormido, y logra comprenderla, luego deberá decidir si a partir de los datos obtenidos la institución merece o no el nombre de Universidad. Todo esto antes de postular.
¿No era esta la pega de la CNA? ¿Es lógico que el Estado permita a estas “máquinas de habilidad” utilizar el nombre de Universidades? ¿No es un engaño a la fe pública? ¿No es criminal el que monta una asociación para engañar al público? ¿No es más criminal aún el que le da la bendición del Estado para que funcione?
Hueás que pregunta uno, nomás.